NO HAY MAYOR FELICIDAD QUE HACER FELICES A LOS DEMÁS

Dos hombres, Pedro y Raúl, ambos muy enfermos, ocupaban la misma habitación de un hospital. A Pedro se le permitía sentarse en su cama cada tarde, durante una hora, para ayudarle a drenar el líquido de sus pulmones. Su cama daba a la única ventana de la habitación. Raúl tenía que estar todo el tiempo boca arriba. Los dos charlaban durante horas. Hablaban de sus familias, sus trabajos, sus aficiones, etc. 

Cada tarde, cuando Pedro podía sentarse, describía a su vecino todas las cosas que veía desde la ventana. Raúl empezó a desear que llegaran esas horas, en que su mundo se ensanchaba y cobraba vida con todas las actividades y colores del mundo exterior. La ventana daba a un parque con un precioso lago. Patos y cisnes jugaban en el agua, mientras los niños lo hacían con sus cometas. Los jóvenes enamorados paseaban de la mano, entre flores de todos los colores del arco iris.  Grandes árboles adornaban el paisaje, y se podía ver en la distancia una bella vista de la línea de la ciudad. Pedro describía todo esto con un detalle exquisito; Raúl cerraba los ojos e imaginaba la idílica escena. Frecuentemente Pedro tenía una tos que casi se ahogaba.  Entonces tocaba una campanilla que tenía en la mesilla; acudían rápidamente las enfermeras; le ponían oxígeno y se mejoraba. Así, pasaron días y semanas. Raúl se carcomía de envidia hacia Pedro y deseaba ocupar su lugar.

 Un día que le vino la tos asfixiante, Raúl le quitó la campanilla; Pedro no pudo avisar a las enfermeras y por falta de oxígeno, murió con grandes aspavientos asfixiado. Después de los trámites oportunos se llevaron el cuerpo del fallecido.   

Tan pronto como lo consideró apropiado, el otro hombre pidió ser trasladado a la cama al lado de la ventana. La enfermera le cambió y, tras asegurarse de que estaba cómodo, salió de la habitación.

Lentamente, y con dificultad, el hombre se irguió sobre el codo, para lanzar su primera mirada al mundo exterior; por fin tendría la alegría de verlo él mismo. Se esforzó para girarse despacio y mirar por la ventana al lado de la cama... y se encontró con una pared blanca.

El hombre preguntó a la enfermera que podría haber motivado a su compañero muerto para describir cosas tan maravillosas a través de la ventana. La enfermera le dijo que el hombre era ciego y que no habría podido ver ni la pared, y le indicó: "Quizás solo quería animarle a usted".

Epilogo: No hay mayor felicidad que hacer felices a los demás, sea cual sea la propia situación.    El dolor compartido es la mitad de pena, pero la felicidad, cuando se comparte, es doble.