Maternidad divina -y humana- de María

La Virgen está pálida, mira al Niño; es su bebé, carne de su carne y fruto de su vientre. Lo ha llevado en su seno nueve meses, y le da el pecho, y su leche se convierte en sangre de Dios. Lo estrecha entre sus brazos y le dice: “¡Mi Pequeñín!”

Pero en otros momentos, se queda como pensativa, y reflexiona: “Es Dios”. Y se siente invadida por una especie de temor religioso ante este Dios mudo...

María, en esos momentos, rápidos y difíciles siente, que el Cristo es su hijo, su pequeño, lo mira y piensa: “Este Dios es mi niño. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí; es Dios y se parece a mí…” Y ninguna mujer, jamás, ha disfrutado así de su Dios, para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos. Un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que vive...

J.P. Sartre, "Barioná, el hijo del trueno" (Sartre estaba prisionero de los alemanes, en la Navidad de 1940, cuando, a petición del Capellán, escribió un cuento de Navidad del que tomamos unos párrafos).