DOS ESTRELLAS

En un monasterio de monjes circuló esta leyenda:
Se preveía un invierno duro. Y antes de que llegaran las nieves, los monjes bajaban a recoger leña para subsistir en los meses siguientes. Cuando sucedió esta historia eran días de mucho calor. Un monje ya anciano también recogía troncos. Al calor de la estación se unían sus años, y la tarea se le hacía dura. Esta marcha era aliviada a la vuelta, pues había una fuente que le refrescaba y le devolvía la vida. Pero un día pensó que sería grato al Señor ofrecer como penitencia no beber de aquel manantial. La primera noche de su ofrenda, al mirar el cielo, descubrió un nuevo lucero brillante en el firmamento, que le miraba y sonreía. Este insólito suceso le llenó de un gozo inmenso. Todos los días en que hacía el sacrificio de no beber se producía esa maravilla.

Pero un día le acompañó un joven novicio poco acostumbrado a esos trabajos, y al llegar cerca de la fuente sus ojos brillaron de satisfacción. Allí podría calmar su sed, pero esperó al monje de más edad. Este comprendió que, si él no bebía, tampoco lo haría el joven. Dudó qué debía hacer. Le producía tanto gozo su estrella, que le daba mucha pena renunciar a verla aquella noche. Pero si él no bebía, el joven tampoco lo haría. Decidió beber para que lo hiciera el otro. Miró después al firmamento con la resignación de no ver esa noche aquella muestra del Señor. Pero su sorpresa fue muy grande y mucho mayor su alegría, porque en el cielo aparecieron aquella noche dos estrellas que le sonreían. Nunca estuvo tan contento.

Aquel día comprendió el santo monje que el Señor no ama el sacrificio por el sacrificio, sino el amor a Dios y a los demás, que se expresa de muchos modos: en las muestras de penitencia, pero mucho más en la caridad que hemos puesto en ellas. Es el amor el que mide el valor de los pequeños sacrificios ofrecidos a Dios. Por eso, muchas veces, el esfuerzo por hacer la vida un poco más amable a quienes nos rodean, sonreír aunque no tengamos ganas, ser afables y cordiales, pueden ser mortificaciones muy gratas al Señor. En nuestro cielo se encenderán tantas estrellas como sacrificios hayamos hecho en favor de los demás, como obras de misericordia.

Todas las muestras de penitencia y de mortificación hemos de unirlas a los padecimientos de Cristo en la Cruz, y así adquieren un sentido corredentor a favor de los demás. Nuestra mortificación, de un modo o de otro, está siempre ligada a la caridad.

Esta noche, a la hora del examen, ¿cuántas estrellas encontraré en mi cielo?, ¿cuántas sonrisas benevolentes del Señor?

(Tomado de: “El día que cambió mi vida”. Francisco Fernández Carvajal)