TIEMPO PARA DIOS: LA CELDA INTERIOR

Cuando no sabemos cómo rezar, es muy sencillo proceder de este modo: recojámonos, hagamos el silencio y entremos en nuestro propio corazón, bajemos a nuestro interior, reunámonos con esa presencia de Jesús que habita en nosotros y permanezcamos tranquilamente con Él. No le dejemos solo, hagámosle compañía lo mejor que podamos.

Y si perseveramos en este ejercicio, no tardaremos en descubrir la realidad de lo que los cristianos orientales llaman “el lugar del corazón” o la “celda interior” –por hablar como santa Catalina de Siena–, ese centro de nuestra persona en el que Dios se aposenta para estar con nosotros y donde podemos estar siempre con Él.

Ese espacio interior de comunión con Dios existe, nos ha sido concedido, pero muchos hombres y mujeres no llegan ni a sospecharlo porque nunca han entrado en él, ni jamás han bajado a ese jardín para recoger sus frutos. Felices los que han hecho el descubrimiento del Reino de Dios dentro de sí mismos: su vida cambiará. El corazón del hombre es ciertamente un abismo de miseria y de pecado, pero Dios está en lo más profundo de él. Recogiendo una metáfora de Santa Teresa de Jesús, el hombre que persevera en la oración es como el que va a sacar agua de un pozo. Echa el cubo y al principio no obtiene más que barro. Pero si tiene confianza y persevera, llegará un día en que lo que encontrará dentro de su propio corazón será un agua muy pura: “Quien cree en mí, como dice la Escritura, de sus entrañas brotarán ríos de agua viva” (Jn 7, 38)

(“Tiempo para Dios”, Jacques Philippe)