MARÍA, LA VERDADERA CONFIANZA

La confianza está devaluada.

Mucha de esa suspicacia se nutre de las malas experiencias que hemos padecido. Sin embargo, en nuestra desconfianza a veces interviene también una gran falta de visión sobrenatural y un profundo pesimismo, incompatibles con los verdaderos cristianos. El mejor ejemplo de la confianza que debe privar en cualquiera de nosotros es María Santísima. 

El Catecismo es muy claro al respecto: “Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló.

María no cesó de creer en el "cumplimiento" de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe”.

La Virgen toma la fuerza necesaria para cumplir su misión de esa confianza plena en el Señor.

Cuántas veces no tambaleamos ante la  adversidad y nos dejamos llevar por la inquietud, propia del niño que no confía plenamente en su padre.

La vida no es fácil, cierto, pero no la vivimos solos. Ese es exactamente el sentido de la filiación divina, vivir conscientes de que somos hijos de Dios y actuar en consecuencia: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta”.

La mayoría de las veces, las cosas no saldrán como las habíamos planeado. A María le sucedió; sin embargo, no hubo reclamo, queja o atisbo alguno de pesimismo, sino confianza en que Dios estaba con ella. Y esta seguridad nace de la entrega a la voluntad divina, de la plena identificación con el querer de Nuestro Señor. Porque quien mira el mundo con ojos cristianos no es un crédulo que supone que Dios lo arreglará todo, en caso de que las cosas salgan mal. El verdadero cristiano pone todo de su parte para que todo vaya de la mejor manera, pero si en ese proceso surge algún inconveniente, sabe también que Dios dispuso otra cosa y que, por eso, aquellas circunstancias también nos convienen.

Urge devolver la confianza a nuestro entorno. Para ello, lo primero es fortalecer nuestra fe, tratar intensamente a Nuestro Señor en la oración y pedir su ayuda con humildad y plena esperanza. Sólo así podremos confiar en nosotros mismos y, muy importante, confiar en los demás, que también son hijos de Dios.