“AMAD A VUESTROS ENEMIGOS”

Comentaba el Papa Francisco la frase “Jesús sanaba”. Y decía: dejaos curar por Jesús. Todos nosotros tenemos heridas, todos: heridas espirituales, pecados, enemistades, celos. Tal vez no saludamos a alguien: “¡Ah! Me hizo esto, ya no lo saludo”. Pero hay que curar esto. “¿Y cómo hago?”. Reza y pide a Jesús que lo sane. Es triste cuando en una familia los hermanos no se hablan por una estupidez, porque el diablo toma una estupidez y hace todo un mundo. Después las enemistades van adelante, muchas veces durante años, y esa familia se destruye. Los padres sufren porque los hijos no se hablan, o la mujer de un hijo no habla con el otro, y así los celos, las envidias… El diablo siembra esto. Y el único que expulsa los demonios es Jesús. El único que cura estas cosas es Jesús. Por eso, os digo a cada uno de vosotros: dejaos curar por Jesús (8-2-15)

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Hay un “regla de oro“ que todos hemos de vivir: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten”. Esta regla si se pusiese en práctica, bastaría por sí sola para cambiar la fisonomía de la familia y de la sociedad en la que vivimos.

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Amar a los enemigos es el mejor modo de dejar de tener más enemigos. Un día alguien criticó a Abrahán Lincoln por ser demasiado indulgente con sus enemigos y le recordó que era deber suyo, como presidente de los Estados Unidos, aniquilar a los enemigos. Él respondió: “¿Acaso no destruyo a mis enemigos cuando les transformo en amigos?”

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En las historias de los Padres del desierto se lee que un día, un anciano monje, habiendo sabido que había pecado un joven hermano, lo juzgó severamente, diciendo en público: “¡qué mal tan grande ha hecho al monasterio!” A la noche siguiente un ángel le mostró el alma del hermano, que había pecado, y le dijo “He aquí, aquel a quien tú has juzgado; mientras tanto, ha muerto. ¿Dónde quieres que lo mande al paraíso o al infierno?” El santo anciano permaneció tan atormentado que pasó el resto de su vida con gemidos y lágrimas suplicando a Dios que le perdonara sus pecados. Había entendido una cosa: cuando juzgamos, nosotros, en la práctica nos atribuimos la responsabilidad de decidir sobre el destino eterno de nuestro semejante. Ejercitamos, por cuanto nos corresponde a nosotros, un derecho de vida y de muerte. Sustituimos a Dios. Pero ¿quiénes somos nosotros para juzgar a nuestro hermano?