SAN PÍO DE PIETRELCINA

En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gal 6, 14).

El Padre Pío , al igual que S. Pablo, puso en la cumbre de su vida y de su apostolado la Cruz de su Señor. En el seguimiento y la imitación de Cristo Crucificado fue tan generoso que hubiera podido decir “con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 19). Derramó sin parar los tesoros de la gracia de Dios a través de su ministerio, sirviendo a los hombres y mujeres que se acercaban a él, cada vez más numerosos, y engendrado una inmensa multitud de hijos e hijas espirituales.

La misión especial que caracterizó toda su vida la llevó a cabo mediante la dirección espiritual de los fieles, la reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de la Eucaristía.

El momento cumbre de su actividad apostólica era aquél en el que celebraba la Santa Misa. Los fieles que participaban en la misma percibían la altura y profundidad de su espiritualidad.

En el orden de la caridad se comprometió en aliviar los dolores y las miserias de tantas familias, especialmente con la fundación de la “Casa del Alivio del Sufrimiento”.

Para el Padre Pío la fe era la vida: quería y hacía todo a la luz de la fe. Estuvo dedicado asiduamente a la oración. Pasaba el día y gran parte de la noche en coloquio con Dios. Decía: “En los libros buscamos a Dios, en la oración lo encontramos. La oración es la llave que abre el corazón de Dios”.

Comprendió que su camino era el de la Cruz y lo aceptó inmediatamente con valor y por amor. Experimentó durante muchos años los sufrimientos del alma. Durante años soportó lo dolores de sus llagas con admirable serenidad. Pues llevaba en su cuerpo los estigmas de la Pasión de Cristo.

Cuando tuvo que sufrir investigaciones y restricciones en su servicio sacerdotal, todo lo aceptó con profunda humildad y resignación. Ante acusaciones injustificadas y calumnias, siempre calló confiando en el juicio de Dios.

Obedeció en todo las órdenes de sus superiores, incluso cuando eran difíciles.

Se consideraba indigno de los dones de Dios, lleno de miserias y a la vez de favores divinos. En medio a tanta admiración del mundo, repetía: “Quiero ser solo un pobre fraile que reza”.

Ya durante su vida gozó de notable fama de santidad, debida a sus virtudes, a su espíritu de oración, de sacrificio y de entrega total al bien de las almas.

En los años siguientes a su muerte, la fama de santidad y de milagros creció constantemente, llegando a ser un fenómeno eclesial extendido por todo el mundo y en toda clase de personas.

De este modo, Dios manifestaba a la Iglesia su voluntad de glorificar en la tierra a su Siervo fiel.